viernes, 18 de febrero de 2011

VISIÓN


            Se dice que cierto tiempo atrás en un pueblo olvidado donde sus habitantes se dedicaban a actividades agropecuarias recibieron un día a una empresa que se instaló en el centro y empezó a ofrecer anteojos a precios accesibles o financiados en cómodas cuotas. Su eslogan: un pueblo que ve, sabe a dónde va,  se hizo famoso, y como sus letreros estaban dispersos por todas partes, no había nadie que no supiera de ellos. En el seno de las familias, se hablaba de los recién llegados con curiosidad, y algunas personas seducidas por el eslogan se dirigieron a la empresa para averiguar que ofrecían.

            Quienes concurrían, recibían la primera vez un examen gratuito de sus ojos. Para sorpresa de la gente se les diagnosticaba en mayor o menor medida algún problema de visión, lo que causaba inquietud en muchas de ellos que temían ver agravada su salud y perjudicado su desempeño laboral. La empresa les recomendaba usar anteojos, les mostraba diseños atractivos y les ofrecía además posibilidades de pagarlos conforme a su bolsillo. La gente salía feliz, y ante las preguntas que surgían por parte de sus conocidos al verlos usando esas armazones sobre su rostro, éstos recomendaban los anteojos con esmero, y defendían su uso porque consideraban -o les habían dicho- que beneficiaban su calidad de vida.

            Con el correr de los días otros siguieron su ejemplo, su uso se popularizó en toda la población, grandes y niños, usaban las armazones de metal, y era visto como un hecho lamentable cuando algunas familias que los necesitaban, no podían adquirirlos. En esos casos la gente se solidarizaba para juntar el dinero y regalárselos. También la fábrica hacía descuentos magistrales, incluso en algunas ocasiones tuvo el extraordinario gesto de donar algunos pares de anteojos a aquellos que no podían costearlos, porque como ellos mismos sostenían, su deseo era: llevar el bienestar a tantas personas como pudieran alcanzar, nadie debía carecer de un bien tan imprescindible. Sí, definitivamente era un notable signo de progreso la llegada de la empresa al pueblo, nadie sensato podría afirmar lo contrario.

            Una vez, llegó un hombre que venía andando desde muy lejos, y se adentró para comprar algunos artículos y alimentos que requería para seguir su camino. No tardó en llamar su atención la cantidad de personas que llevaban anteojos, pero no fue sino hasta que se acercó a uno de ellos por casualidad y notó que sus armazones no tenían cristales. Eso le causó impresión, pero pensó que sería un evento aislado; quizás alguien que estaba loco o, aunque difícil de creer, cabía la posibilidad de que los acabara de perder y no se hubiera dado cuenta todavía. Pero minutos después, vio que era una práctica común, descartó sus dos hipótesis anteriores, y no siendo capaz de contener su incertidumbre y se acercó a un hombre y le preguntó por qué llevaba esa armazón sino tenía cristales. La pregunta que hizo, a su entender sumamente sencilla, no obtuvo una respuesta concreta. Con asombró interpeló a otros y nadie pudo contestarle. Aparentemente todos habían naturalizado su uso, y veían al extranjero como un ignorante, probablemente alguien que necesitaba urgente unos anteojos para ver mejor.

            Al cabo de un rato, no conforme el hombre con los resultados de su pesquisa se encaminó hacia la fábrica y corroboró con consternación lo que sucedía. Salió de ahí, y decidió dar a conocer a la gente el fraude del que habían sido victimas. Algunos lo escucharon, pero sus palabras resultaban incomodas y no faltó quien llamara al párroco -figura emblemática del pueblo, tenido por sabio- para tratar de poner cierto orden.

            El párroco, al ver al hombre, se figuró inmediatamente que no era del pueblo, y conforme no pudo convencerlo con sus palabras, y constatando que las ideas del extranjero se hallaban en boca de la gente, se preocupó. Convocó al pueblo para denunciar públicamente la incongruencia de los argumentos del recién llegado y la fatalidad de cuestionar el progreso. Las voces de la gente se encontraban divididas, pero no lo suficiente como para poner en tela de juicio algo que tenían ya arraigado en su forma de vida.

Cuando el párroco mandó llamar al extranjero para sugerirle que sería mejor para todos que se marchase, éste ya había decidido irse. Esa misma tarde partió con rumbo desconocido.

- Suerte tuve de salir integro… -pensó-. Para que una mentira sea tomada como verdadera, todo el conjunto debe creer que lo es. -y se alejó con desasosiego, dejando atrás a un pueblo sumido en el engaño.

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