sábado, 19 de febrero de 2011

PERCEPCION



Nadie puede convencerme de lo contrario, se que estoy al borde de la muerte. Jamás podré explicarles a los demás lo que me llevó a asumir esta posición con tanta determinación. Viendo que ya no tenía posibilidades de permanecer por más tiempo en este mundo, decidí dejarme ir, y esperar el triste desenlace.
Una tarde mis hijos jugaban en el jardín; yo los miraba desde la ventana correr alegres de un extremo al otro. Mi esposa, que poseía una aguda intuición, me preguntó enseguida si me encontraba bien. Le dije que si, y me cercioré de disipar cualquier tipo de dudas que pudieran delatar en mi conducta, que algo andaba mal.
Con el correr de los días, las cosas en nuestro hogar continuaban como de costumbre. Yo iba a la oficina, hacía mi trabajo, pasaba a buscar a los niños al colegio y regresábamos a casa para almorzar. Mi esposa, que en nuestra ausencia se ocupaba de hacer algunas diligencias, a nuestro regreso tenía todo listo y nos sentábamos a comer. Ella se ocupaba de los niños, se aseguraba de que hicieran su tarea, se ocupaba de la casa, del perro, de los impuestos, y por supuesto, de mí. Me mantenía al tanto de lo que ocurría en el supermercado, en el banco, en los diarios, en la familia y demás. Se interesaba en saber como iba mi trabajo, como me sentía, que pensaba hacer. Yo la ayudaba en todo lo que podía, la escuchaba, pero prefería estar a su lado en silencio, hablaba poco, me era imposible ocultar que estaba pensativo. Sin embargo, me esforzaba por mostrarme alegre y tranquilo; el bullicio de la casa y su compañía eran para mi, en ese entonces, una medicina.
Como he mencionado antes, estaba seguro de la gravedad de mi enfermedad y del inminente desenlace. Y, aunque sabía que mis hijos tenían una buena madre, me preocupaba dejarlos solos; me asustaba pensar que no volvería a verlos, que no estaría junto a ellos, que no podría ayudarlos, ni verlos crecer; en definitiva, lo que pensaría cualquier padre en mi situación. Al mismo tiempo, ver a mi esposa tan feliz, haciendo planes a futuro, organizando viajes conmigo, improvisando juegos para divertir a los niños e inventando historias para hacerlos dormir. Cómo podía yo que la amaba tanto, arrancar de su rostro esa sonrisa, ensombrecer su mirada clara, entristecer el dulce timbre de su voz. De ninguna manera, no podía decirle nada.
Actualmente mi salud ha desmejorando, lo sé, siento que el fin esta más cerca. Por suerte ellos lo ignoran, aunque estoy seguro de que me notan algo cambiado. Quisiera que las cosas fueran de otra forma, pero dado el caso, me resigno y espero que esto termine pronto; si es que así resulta para todos más fácil, y en lo posible, menos doloroso.
Estos últimos días he tenido problemas para conciliar el sueño, siento una angustia que me oprime el pecho, y por momentos me convenzo de que no pasaré de esa noche. Sin embargo, al día siguiente me despierta Flora para el desayuno, oigo a los niños hacer berrinches en la cama, y siento, de algún modo, que recobro las fuerzas, y puedo seguir con mi vida de siempre. Me levanto,  los contemplo admirado, y eso me llena de energía; me divierten las travesuras de los niños, como se cuelgan de mis brazos para evitar que me levante de la mesa y que los lleve al colegio. Después de varios intentos se dan por vencidos y con los ojos medio cerrados aún toman sus cosas, se despiden de su madre y salen conmigo.
Pero cada día que pasa estoy más cansado, me fatiga guardar este secreto, pretender que no ocurre nada. Busco la soledad, pienso, pero no quiero pensar, estoy cansado de pensar, estoy cansado de guardar tanto silencio.
Ahora, me limito a hacer mi trabajo y vuelvo a casa, me siento en un sillón y miro por la ventana mientras transcurren las horas. A menudo los niños juegan, y los observo; Flora habla y la escucho; pero por momentos me pierdo, me olvido de donde estoy, y no se si estoy, o me estoy yendo. Sueño despierto, imagino cosas, probablemente sin darme cuenta desvarío y veo cosas inexistentes, situaciones ajenas a mi se repiten diariamente, en cualquier momento interrumpen, se instalan y me obligan a presenciarlas. Siento como si estuviera en dos sitios al mismo tiempo y a la vez en ninguna parte. ¿Qué es esto? ¿Qué es lo que esta sucediendo conmigo? Estoy cansado, y me siento aturdido, abatido.
Esta noche solo deseo descansar, quitarme este peso de encima por lo menos por un momento. Pero aunque me resisto, extrañas imágenes me asaltan. Tiemblo al pensar cuanto hay de familiar en todo esto, me sobrecojo y permanezco perplejo, mudo, y lleno de miedo. Un niño estira su mano y me alcanza una flor, veo nítidamente una flor blanca. Luego, sin saber cuanto tiempo ha pasado, me reconozco a mi mismo en una sala vacía, muy clara. Escucho fuertes pasos que se acercan, una mujer se detiene frente a mí, y me abraza dulcemente. No dice nada, percibo su angustia a través de su respiración, pero por más que trato de levantar la vista, no puedo mirarla, me siento extraño, no soy yo.
Me deja, y sus pasos vuelven a oírse, escucho como se aleja y se aparta de mí, me desespero, quiero verla, pero por más que trato no consigo moverme. Me pierdo de nuevo, desaparezco; no tiene sentido, me digo, sin embargo, ¿Por qué esto me perturba así?, algo me consume por dentro y no entiendo qué es. Me esfuerzo por comprender, lucho, insisto tratando de moverme, me enceguece la luz, es muy fuerte. Finalmente alcanzo a distinguir la figura de una mujer, ¿Quién es? ¿Qué la ha traído hasta aquí? Escucho los sollozos de un niño ¿Dónde está? Aunque me percibo despierto, me persuado pensando que se trata de un sueño, no cabe otra explicación; pero hay algo atractivo en este ensueño que me hace seguir hasta el final. Me repongo, busco con la mirada en la oscuridad de mi entendimiento, hasta que todo se vuelve poco a poco mas claro. La mujer se inclina y abraza al pequeño, lo abriga y lo reconforta. El pequeño dice algo, que en un primer momento no entiendo, unos instantes después reconozco su voz y sus palabras hacen eco en mi mente.
-¿Por qué papá no me habla? No me mira… ¿Es que ya no se acuerda de mí? ¡¿No me quiere más?! -con leves sollozos cuestiona a la mujer que a juzgar por su actitud, claramente es su madre; ella se inclina hacia él, lo abraza con suma ternura, y lo besa en la frente.
-¡Claro que te quiere, eso nunca lo dudes!... Tu papá va estar bien, ya verás, -y apartando rápidamente una lágrima que se asoma en sus ojos, esboza una sonrisa que tranquiliza al pequeño. Enseguida repone con tono firme y confiado- ¡Va a estar bien!
Después se levanta, lo toma de su mano pequeña y suavemente le dice- volvamos a casa, aún tenemos que ir por tu hermano Sergio; la semana que viene vendremos los tres a visitarlo, ¿De acuerdo?
El pequeño asiente con su cabeza, y se agarra fuerte de la mano de su madre.
La escena se repite en mi mente hasta hacerse perfectamente visible, y descubro por primera vez que no estoy soñando. Los reconozco, ¡Son Flora y mi hijo más pequeño, Samuel!
Me miran por última vez antes de marcharse, quiero gritar que soy yo, que estoy bien; pero las palabras no salen de mi boca, y preso de la turbación observo como irrefrenablemente se alejan de mí sin que pueda evitarlo.

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