viernes, 18 de febrero de 2011

EL OGRO

El hombre en cuestión estaba dotado de una personalidad particularmente insociable. Se había ganado el apodo de ‘Ogro’ entre sus allegados y su fama se había extendido de tal manera que era conocido por ese nombre a unos 120 kilómetros a la redonda.

Su casa, copia fiel de si mismo, casi inaccesible, construida en lo alto de una colina, apenas podía distinguirse escondida detrás de unos viejos álamos. Desde ahí bajaba todas las mañanas para abrir el negocio que había comenzado con sus abuelos, y del cual ya hacía muchos años se había hecho cargo. Pasaba ahí casi todo el día, se ocupaba de adquirir y vender toda clase de menesteres propios de una ferretería, y naturalmente de atender a la gente. Lo que más detestaba de su trabajo era tener que interactuar directamente con el público: atender inquietudes, responder y formular las mismas y eternas preguntas sin cesar.

-   ‘Sí... ¿Qué desea? ¿cuántos…? ¿algo más?...’

Sabía que la gente no tenía la culpa, pero estaba harto de su trabajo. Llevaba demasiado tiempo haciendo algo monótono, y ese inconformismo acentuó con el correr de los años un marcado perfil de huraño. Cada vez que una persona ingresaba al negocio, sonaba la campanilla que tenía suspendida en la puerta; detrás de las cortinas se asomaba con paso lento y pesado, emitiendo quejidos, refunfuñando por lo bajo. Los niños se asustaban, y su apodo era motivo de chiste entre los jóvenes o excusa para hacer que los más pequeños obedecieran a sus padres. En general, los vecinos que llevaban mucho tiempo en el pueblo se habían acostumbrado a su actitud y reparaban muy poco en sus gestos de fastidio. Otros, sin embargo, hallaban este comportamiento irritante, y habían optado por dejar de concurrir a su negocio. Inclusive un grupo de monjas carismáticas que padeciera su mal carácter, se propuso en una oportunidad hablar con él con la esperanza de hacerlo entrar en razones para ser más cordial con la gente; no tuvieron éxito, y al igual que otros comprendieron que no tenía caso continuar insistiendo. Más allá de algún que otro cliente disgustado, nadie se atrevería a negar que poseía el negocio más completo de su tipo y no tenia competencia sino a varios kilómetros. Por eso tarde o temprano todos terminaban pasando por ahí, e inevitablemente se encontraban con él.

En lo que concierne a este hombre, por encima de lo que asumiera la gente, tenía un ingenio genuino y un interés muy marcado; adoraba las maquinas, desarmaba cuanta cosa encontraba hasta comprender su funcionamiento. Solitario, recluido en su negocio, había montado un extenso taller donde trabajaba diariamente mientras atendía a los clientes. Si bien muchas veces se había planteado vender la ferretería, o contratar alguna  persona que lo ayudara con eso, acostumbrado a ser autosuficiente, se rehusó a permitir que un extraño se entrometiera en sus asuntos; y como de todas maneras necesitaba dinero para dar rienda suelta a sus ideas, nunca se decidió a cambiar de oficio. Tenía empapeladas las paredes con diferentes bosquejos de lo que llevaba diseñando en soledad hacía años. Tanto en su casa como en su taller tenía acumulados infinidad de artículos que había inventado, desconocidos para los demás; que a duras penas conseguían que él les dijera ‘buen día’, o profiriera algún ‘hasta luego’ cuando se iban. Nadie conocía este aspecto de su vida. El mismo tenía sus logros por menos, en todo caso les otorgaba algún valor según aportaran algo o fueran una pieza importante del rompecabezas que tenía en su mente y que lentamente iba configurando en la practica cotidiana.

Un día lamentable, el hombre cayó de una escalera por accidente, mientras al parecer, cambiaba una lámpara de luz; con tanta desdicha que cayó sobre unas vigas de acero y se fracturó la columna. Estuvo malherido durante horas hasta que un vecino curioso sospechó que algo extrañó ocurría porque no era normal que el negocio estuviera abierto de noche. Al entrar lo encontró tendido en el suelo, inconsciente. Con la ayuda de otros vecinos lo llevaron de urgencia al medico, pero cuando fue atendido su estado de salud ya era muy grave. Permaneció cuatro días con su vida pendiendo de un hilo y finalmente murió de un paro respiratorio. Ante la catástrofe, el pueblo guardó luto y la ferretería permaneció cerrada. El Ogro no había dejado ningún familiar, sencillamente vivía solo y poco se conocía acerca de su vida personal.

Una mañana, la gente que pasaba por la calle se detuvo frente al negocio al ver que sus puertas estaban abiertas como cuando su antiguo dueño vivía, confundidos y expectantes se quedaron para ver quien estaba dentro. En seguida, se asomó un joven de traje gris con una sonrisa despampanante y les dio la bienvenida calidamente. La gente enmudeció, esperando que el joven les explicara quien era y que hacía ahí. Al cabo de unos segundos éste se autoproclamó pariente de unos parientes, y pues… al fin y al cabo, único heredero de las posesiones del Ogro. La gente murmuró entre si, y algunos miraron al muchacho con desconfianza dando lugar a una nueva controversia, pero todo quedo así, nadie se atrevió a decir nada.

Poco tiempo después, el joven tuvo mucho éxito con la ferretería de su pariente, a los pocos meses pudo contratar a varios empleados, y patentó bajo su nombre algunos de los inventos del Ogro. Por supuesto, nadie sospechó nada.

Hoy, el muchacho aquel es orgullo del pueblo y ciudadano honorable, un ejemplo para los más jóvenes. Sus inventos se cotizan bien en el mercado, han tenido una amplia gama de aplicaciones, y gozan del respaldo y el reconocimiento de distintas instituciones y grupos humanos.

La tumba del Ogro permanece solitaria, descuidada, separada de las demás, y aún se pueden leer las letras pequeñas de su epitafio:

Siempre permanecerás en nuestra memoria, 1913-1968

Puede ser que aún alguien vagamente lo recuerde, aunque no precisamente por quién fue, ni por sus invenciones; sino por su mal carácter. Ojala el tiempo arroje más claridad y la historia se encargue de dilucidar como fueron en verdad las cosas.

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