sábado, 19 de febrero de 2011

LA CASA DE DON BRAULIO


Don Braulio era un hombre de edad avanzada y de pocas palabras. Pocos se hubieran preocupado por preguntarle su edad, era un hecho bien establecido que tenía más años de los que aparentaba. Había visto crecer  cada uno de los árboles de la aldea, árboles que alguna vez fueron semillas que él junto a otros sembraron con la esperanza de verlos alcanzar su tamaño normal. Era uno de los más antiguos que seguían con vida. Se distinguía entre sus vecinos porque durante los crudos inviernos que azotaban la región se lo veía desplazarse contento hacia todas partes, sin que las bajas temperaturas parecieran afectarle en lo más mínimo. Mientras que durante el verano o la primavera era menos frecuente verlo en la calle. Los vecinos que a duras penas y por requisitos de sus tareas dejaban la comodidad de sus hogares durante las tormentas, no salían de su asombro al ver al viejo Braulio caminar con dificultad contra el fuerte viento o la intensa lluvia, sobretodo cuando observaban que en su arrugado rostro se dibujaba una sonrisa serena.

            Era respetado por la gente de la aldea, menos por su vecina. Doña Teresa había edificado una casa contigua a la suya y manifestaba un odio sin precedentes hacia su persona. Se decía que en el pasado habían tenido algún altercado y que desde entonces la señora no dejaba de calumniarlo y hablar en su contra cada vez que tenía alguna  ocasión.

            En una oportunidad, observando a don Braulio por la ventana, doña Teresa le dijo a su marido, quien conociendo el carácter de su señora solía hacer oído sordo a sus comentarios.

- ¡¿Qué tendrá que hacer con este frío ese hombre!? ¡Dios se apiade de su pobre alma! -se santiguaba mientras lo espiaba detrás de las cortinas, y no a gusto con eso abrió la ventana para gritarle- ¡Llamen a un médico, este hombre senil se ha vuelto loco!

A lo que el viejo don Braulio respondió inmutable.

            - Déjeme tranquilo y ocúpese de sus asuntos, que yo estoy mejor que usted.

            - ¡Has visto como me trata, con cuanto desdén se refiere a mi! -exclamó con frenesí- ¡me falta el respeto y no eres capaz de decirle nada! -y en medio de sollozos agregó- ¡¿Por qué… por qué me casé con alguien así?! -llorando y sacando un pañuelo de su bolsillo se secó las lagrimas que aunque quisiera nadie hubiera podido ver.

Su marido, mudo, a espaldas de su señora le hizo reverencia a su vecino, quien le correspondió y siguió hasta el portón de su casa. La mujer siguió profiriendo toda clase de agravios sin conseguir perturbar a nadie y buscando exasperar a su vecino agregó con malevolencia.

- ¡Lo único que falta es que un día de estos caiga muerto frente a mi casa!

Don Braulio sin reparar en ella, ingresando a su casa,  dijo:

- Cómo siga deseándome el mal, bien puede que se vuelva en su contra. -y cerró la puerta tras de sí. Doña Teresa enfurecida y lejos de admitir sus malas intenciones prosiguió responsabilizando a su vecino de todas sus desdichas.
           
            Desde hacía años doña Teresa le había declarado la guerra, pero lo cierto es que nada de esto hubiera llegado tan lejos sino fuera porque don Braulio se negara a venderle unos terrenos de su propiedad varias décadas atrás. En el fondo deseaba que el viejo muriese para, no teniendo éste familia alguna, poder apoderarse de esas tierras por menos que nada. Pero en contra de sus deseos, don Braulio tenía la salud de un roble. No había resfrío ni gripe que lo dejara en la cama, comía con moderación y se tomaba las injurias como quien sabe que no tiene nada de que avergonzarse.

            Un día su vecina enfermó y no hubo medicina que pueda curarla; el médico se aventuró a decir que había enfermado a causa del odio. Sin embargo, años más tarde cuando Don Braulio falleció a causa de su larga vejez, la aldea entera echó de menos su presencia. Poco tiempo después al ser revisada su casa, se encontraron cartas y documentos que lo ligaban directamente con la historia de la fundación de la aldea. Siendo su terreno el lugar dónde se firmó el acuerdo y en cuyo jardín se plantaron las primeras semillas en conmemoración del suceso. También se encontraron entre sus pertenencias documentos de su identidad que daban cuenta del lugar exacto de su nacimiento, una región extremadamente fría, por lo que a partir de ahí resultó más fácil entender porque disfrutaba tanto del invierno. Y lo que se pensó en primera instancia era un error, tras profundizar en las investigaciones se concluyó que don Braulio era más viejo de lo que originalmente se pensaba. Por lo visto había vivido casi el doble de una vida promedio y como si eso fuera poco, había trabajado y llevado una vida digna sin buscar reconocimiento.

            Dado que no se encontró ningún familiar directo, su propiedad fue declarada por el Estado patrimonio de la nación, y preservada como monumento histórico. Hoy la aldea es visitada por personas de otras regiones que encuentran interesante conocer la casa de don Braulio. Hay un guía que conduce a los visitantes y entre los numerosos argumentos que cita, menciona  a modo anecdótico la ira de su vecina quien desconociendo el valor cultural de la propiedad en el pasado se enfureciera al no conseguir que su dueño la venda.

EL RETRATISTA


         Se levanta después de las 9, se viste despacio, bosteza, y enciende el televisor; mira el reloj, va al baño, se lava la cara y se mira en el espejo: piensa en ella. Luego se dirige a la cocina, revisa la heladera, las alacenas buscando cualquier cosa para comer. Al cabo de un rato, se prepara para salir, agarra sus cosas que yacen junto a las llaves de su casa, donde las dejo por la noche. Es un día soleado, siente deseos de fumar y recuerda que no tiene cigarrillos, no tiene otra alternativa más que encontrar algún kiosco abierto y comprar. Hecho esto, enciende uno, y mientras observa a la gente que pasa, piensa en sus circunstancias. Se marcha, empieza a caminar más rápido y entra en una librería, compra algunos artículos que necesita para dibujar. A unos cuantos metros de ahí, sobre la calle principal despliega su atril, y exhibe retratos ya terminados; algunas personas que no llevan prisa se detienen fascinadas y pagan para ser retratadas; los demás sencillamente lo ignoran, están acostumbrados a verlo, y sin que nadie se percate de ello desaparecen en la multitud.
Después de una larga jornada ha juntado algún dinero y se dice a si mismo: “es suficiente por hoy”. Le lleva algunos minutos guardar todas sus cosas y se va. Le gusta su trabajo, como tiende a estar un tanto ensimismado le hace bien relacionarse con otros, tener contacto con los demás. A veces, allí mismo se congregan algunos jóvenes que desean aprender el oficio, se sientan en el suelo y comienzan a dibujar lo que se les ocurre con su supervisión, siempre y cuando no se encuentre ocupado con alguien.
         De regreso en su casa, encuentra los muebles helados, el televisor encendido como lo dejó, la ropa tendida en la soga y otra pila que tiene desde hace días para lavar. Se sienta, agarra el teléfono, conoce el número de memoria, la llama; nadie contesta. Cuelga decepcionado, se recuesta sobre el sofá, intenta cerrar los ojos, pero no puede dejar de pensar. Está inquieto, se mueve de un lugar a otro; va al baño para refrescarse un poco la cara, y al levantar la vista y ver su rostro en el espejo siente que algo le falta, ha perdido la calma. Súbitamente decide salir, se pone una chaqueta, y agarra las llaves. No tiene ningún rumbo, camina sin detenerse, solamente quiere despejarse y supone que un paseo le ayudará. Saca otro cigarrillo y lo enciende, de casualidad ve su reflejo en una vidriera y el sólo pensar en el vicio que ha adquirido le causa repulsión, se opone a esa pensamiento y arroja lejos el cigarrillo. Ahora se siente molesto, está disgustado con la situación, sobretodo desconforme consigo mismo. Respira hondo, se sienta en el cordón de la vereda mientras observa los vehículos pasar a gran velocidad. Algo le preocupa y le causa fastidio. Se queda ahí por un buen rato, pero conforme baja el sol, oscurece, y va aumentando el frío, elige marcharse. Calle abajo se encuentra con unos amigos, se van a ver una película, y se quedan a comer en la casa de uno de ellos; más tarde vuelve a su casa, cansado, directamente para bañarse y acostarse a dormir. Finalmente ha conseguido despejarse y olvidarse del asunto que lo perturbaba.
         Se duerme, inconciente dibuja el rostro de la persona que más extraña en el mundo, en su mundo. Se despierta sobresaltado, necesita al menos oír su voz; toma el teléfono con sus dos manos, y vuelve a llamar; pero otra vez del otro lado nadie contesta. Eso es suficiente para que ya no pueda volver a dormir, tampoco quiere permanecer en la cama toda la noche despierto, así que se levanta y busca alguna cosa que hacer, con que entretenerse.
Pasan los días y las semanas, continúa con su rutina; sigue tratando de comunicarse con ella, conserva la esperanza de que uno de estos días ella responda. Puede que se encuentre fuera de la ciudad, mencionó algo sobre un viaje la última vez que hablaron, pero dado el término de la conversación no tuvo la oportunidad de averiguar a donde  iría ni por cuanto tiempo.  Las cosas no estaban bien entre ellos, algo así se veía venir; ella tomó la determinación de mantener cierta distancia entre ambos y a él no le quedó mas opción.
Hay algo sobre su propia imagen, y la imagen que tiene de ella, piensa en eso cada vez que por alguna razón se observa al pasar frente a un espejo. Permanece largas horas dibujando, tiene montañas de papeles. Este jueves se quedó en casa, estuvo  desde las 9 en adelante haciendo limpieza; seleccionó sus obras predilectas y se deshizo de aquellas que no tenían mayor interés para él en la actualidad. Al final del día, se sentía más relajado, como si esa tarea tan simple le permitiera contemplar con mayor nitidez su realidad.
Tomó el teléfono para llamarla, casi por reflejo, pero al percatarse de eso, se detuvo y a la fuerza desistió de esa acción. Un día que no la llamara no cambiaría nada, y después de todo, ya era hora de tomar las cosas de otra forma, con mayor madurez.
Hoy se exhiben sus obras en una galería de arte de la ciudad. Para sorpresa de todos los que a menudo suelen verlo trabajando en la calle, al final del salón brilla bajo la luz de un reflector su creación más imponente. Es el retrato de una joven; es fácil reconocer de quien se trata para aquellos que conocen la vida del artista, y nadie se atrevería a poner en duda que es la representación de lo que él ve cuando piensa en ella. Sin embargo, si bien es su rostro, si se concentran podrán advertir, que detrás de sus gestos sutilmente se esconde él. De manera que se muestra él a través de la imagen de ella; tal vez porque el mismo, piensa su vida a través de ella.

PERCEPCION



Nadie puede convencerme de lo contrario, se que estoy al borde de la muerte. Jamás podré explicarles a los demás lo que me llevó a asumir esta posición con tanta determinación. Viendo que ya no tenía posibilidades de permanecer por más tiempo en este mundo, decidí dejarme ir, y esperar el triste desenlace.
Una tarde mis hijos jugaban en el jardín; yo los miraba desde la ventana correr alegres de un extremo al otro. Mi esposa, que poseía una aguda intuición, me preguntó enseguida si me encontraba bien. Le dije que si, y me cercioré de disipar cualquier tipo de dudas que pudieran delatar en mi conducta, que algo andaba mal.
Con el correr de los días, las cosas en nuestro hogar continuaban como de costumbre. Yo iba a la oficina, hacía mi trabajo, pasaba a buscar a los niños al colegio y regresábamos a casa para almorzar. Mi esposa, que en nuestra ausencia se ocupaba de hacer algunas diligencias, a nuestro regreso tenía todo listo y nos sentábamos a comer. Ella se ocupaba de los niños, se aseguraba de que hicieran su tarea, se ocupaba de la casa, del perro, de los impuestos, y por supuesto, de mí. Me mantenía al tanto de lo que ocurría en el supermercado, en el banco, en los diarios, en la familia y demás. Se interesaba en saber como iba mi trabajo, como me sentía, que pensaba hacer. Yo la ayudaba en todo lo que podía, la escuchaba, pero prefería estar a su lado en silencio, hablaba poco, me era imposible ocultar que estaba pensativo. Sin embargo, me esforzaba por mostrarme alegre y tranquilo; el bullicio de la casa y su compañía eran para mi, en ese entonces, una medicina.
Como he mencionado antes, estaba seguro de la gravedad de mi enfermedad y del inminente desenlace. Y, aunque sabía que mis hijos tenían una buena madre, me preocupaba dejarlos solos; me asustaba pensar que no volvería a verlos, que no estaría junto a ellos, que no podría ayudarlos, ni verlos crecer; en definitiva, lo que pensaría cualquier padre en mi situación. Al mismo tiempo, ver a mi esposa tan feliz, haciendo planes a futuro, organizando viajes conmigo, improvisando juegos para divertir a los niños e inventando historias para hacerlos dormir. Cómo podía yo que la amaba tanto, arrancar de su rostro esa sonrisa, ensombrecer su mirada clara, entristecer el dulce timbre de su voz. De ninguna manera, no podía decirle nada.
Actualmente mi salud ha desmejorando, lo sé, siento que el fin esta más cerca. Por suerte ellos lo ignoran, aunque estoy seguro de que me notan algo cambiado. Quisiera que las cosas fueran de otra forma, pero dado el caso, me resigno y espero que esto termine pronto; si es que así resulta para todos más fácil, y en lo posible, menos doloroso.
Estos últimos días he tenido problemas para conciliar el sueño, siento una angustia que me oprime el pecho, y por momentos me convenzo de que no pasaré de esa noche. Sin embargo, al día siguiente me despierta Flora para el desayuno, oigo a los niños hacer berrinches en la cama, y siento, de algún modo, que recobro las fuerzas, y puedo seguir con mi vida de siempre. Me levanto,  los contemplo admirado, y eso me llena de energía; me divierten las travesuras de los niños, como se cuelgan de mis brazos para evitar que me levante de la mesa y que los lleve al colegio. Después de varios intentos se dan por vencidos y con los ojos medio cerrados aún toman sus cosas, se despiden de su madre y salen conmigo.
Pero cada día que pasa estoy más cansado, me fatiga guardar este secreto, pretender que no ocurre nada. Busco la soledad, pienso, pero no quiero pensar, estoy cansado de pensar, estoy cansado de guardar tanto silencio.
Ahora, me limito a hacer mi trabajo y vuelvo a casa, me siento en un sillón y miro por la ventana mientras transcurren las horas. A menudo los niños juegan, y los observo; Flora habla y la escucho; pero por momentos me pierdo, me olvido de donde estoy, y no se si estoy, o me estoy yendo. Sueño despierto, imagino cosas, probablemente sin darme cuenta desvarío y veo cosas inexistentes, situaciones ajenas a mi se repiten diariamente, en cualquier momento interrumpen, se instalan y me obligan a presenciarlas. Siento como si estuviera en dos sitios al mismo tiempo y a la vez en ninguna parte. ¿Qué es esto? ¿Qué es lo que esta sucediendo conmigo? Estoy cansado, y me siento aturdido, abatido.
Esta noche solo deseo descansar, quitarme este peso de encima por lo menos por un momento. Pero aunque me resisto, extrañas imágenes me asaltan. Tiemblo al pensar cuanto hay de familiar en todo esto, me sobrecojo y permanezco perplejo, mudo, y lleno de miedo. Un niño estira su mano y me alcanza una flor, veo nítidamente una flor blanca. Luego, sin saber cuanto tiempo ha pasado, me reconozco a mi mismo en una sala vacía, muy clara. Escucho fuertes pasos que se acercan, una mujer se detiene frente a mí, y me abraza dulcemente. No dice nada, percibo su angustia a través de su respiración, pero por más que trato de levantar la vista, no puedo mirarla, me siento extraño, no soy yo.
Me deja, y sus pasos vuelven a oírse, escucho como se aleja y se aparta de mí, me desespero, quiero verla, pero por más que trato no consigo moverme. Me pierdo de nuevo, desaparezco; no tiene sentido, me digo, sin embargo, ¿Por qué esto me perturba así?, algo me consume por dentro y no entiendo qué es. Me esfuerzo por comprender, lucho, insisto tratando de moverme, me enceguece la luz, es muy fuerte. Finalmente alcanzo a distinguir la figura de una mujer, ¿Quién es? ¿Qué la ha traído hasta aquí? Escucho los sollozos de un niño ¿Dónde está? Aunque me percibo despierto, me persuado pensando que se trata de un sueño, no cabe otra explicación; pero hay algo atractivo en este ensueño que me hace seguir hasta el final. Me repongo, busco con la mirada en la oscuridad de mi entendimiento, hasta que todo se vuelve poco a poco mas claro. La mujer se inclina y abraza al pequeño, lo abriga y lo reconforta. El pequeño dice algo, que en un primer momento no entiendo, unos instantes después reconozco su voz y sus palabras hacen eco en mi mente.
-¿Por qué papá no me habla? No me mira… ¿Es que ya no se acuerda de mí? ¡¿No me quiere más?! -con leves sollozos cuestiona a la mujer que a juzgar por su actitud, claramente es su madre; ella se inclina hacia él, lo abraza con suma ternura, y lo besa en la frente.
-¡Claro que te quiere, eso nunca lo dudes!... Tu papá va estar bien, ya verás, -y apartando rápidamente una lágrima que se asoma en sus ojos, esboza una sonrisa que tranquiliza al pequeño. Enseguida repone con tono firme y confiado- ¡Va a estar bien!
Después se levanta, lo toma de su mano pequeña y suavemente le dice- volvamos a casa, aún tenemos que ir por tu hermano Sergio; la semana que viene vendremos los tres a visitarlo, ¿De acuerdo?
El pequeño asiente con su cabeza, y se agarra fuerte de la mano de su madre.
La escena se repite en mi mente hasta hacerse perfectamente visible, y descubro por primera vez que no estoy soñando. Los reconozco, ¡Son Flora y mi hijo más pequeño, Samuel!
Me miran por última vez antes de marcharse, quiero gritar que soy yo, que estoy bien; pero las palabras no salen de mi boca, y preso de la turbación observo como irrefrenablemente se alejan de mí sin que pueda evitarlo.

MODELO ’63


-... ¡Mi taza de café está vacía!

Exclamó con un tono áspero. Al escuchar su voz nuevamente, el mozo lo miró con descontento desde  la barra; dio un par de vueltas murmurando para sí; preparó otro café; caminó hasta al anciano y sin pronunciar una palabra, apoyó la taza sobre la mesa y se llevó la otra; todo esto bajo la atenta supervisión del molesto cliente. Éste, que en ocasiones disfrutaba fastidiando gratuitamente a los demás, tuvo la intención de agregar otro comentario provocativo, vaciló un instante buscando algo sobre que quejarse y cuando quiso acordar, el mozo ya estaba demasiado lejos, inmerso en sus tareas.
El viejo, decepcionado, se inclinó sobre si mismo, apoyó un codo sobre la mesa, tomó con la otra mano el café y se alejó de todo por un buen rato. Con la mirada fija hacia la ventana, veía como desfilaban en una y otra dirección los transeúntes; algunos caminaban despacio, despreocupados; otros en cambio apurados, algo apesadumbrados, había de todo. Se distrajo en sus pensamientos y al hacerlo dejó de llamar la atención de las personas que estaban presentes.
En el bar no dejaban de entrar y de salir distintas personas, pero él no parecía notarlo. De pronto se escuchó un ruido muy fuerte. La gente se alarmó y los más próximos a la puerta salieron corriendo a ver que pasaba.  El anciano se dio cuenta de que algo sucedía, abrió grande los ojos, quiso levantarse de su asiento para saciar su curiosidad, pero viendo que otros habían tenido la misma idea,  consideró mejor quedarse en su sitio, ya que de todos modos se enteraría por terceros de lo que estaba ocurriendo.
La gente no hacía más que hablar con asombro del incidente, un choque a solo algunos metros de allí. Pocos minutos después, un oficial de policía ingresó al bar preguntando por el dueño de un auto.

-Por favor, su atención un momento: Un Ford Falcon gris, número de patente UDZ 496, ¿Alguno de ustedes conoce al dueño? -el anciano sintió que un puñal lo atravesaba por dentro, inmediatamente se levantó de la silla.

-Yo soy el dueño, ¿Por qué? ¿Qué pasó? -mientras caminaba tembloroso hacia el oficial.

-Sígame, será mejor que me acompañe. -El viejo se inquietó, y no demoró en formular sus propias conclusiones.

-¡Me chocaron el auto, lo único que me faltaba! -pensó.

 Saliendo del bar, miró hacia la derecha, donde había dejado su auto un par de horas atrás; lo encontró prácticamente irreconocible, pero muy a su pesar, no cabía duda de que era el suyo. Un autobús había intentado desviar a una persona que cruzó mal la calle, el giro fue tan brusco, que el chofer perdió el control del vehículo y fue a dar contra el Falcon que se encontraba estacionado al otro lado de la calle, arrastrándolo y estampándolo finalmente contra la pared de una antigua casa. Por fortuna no hubo ninguna víctima, solo algunas personas con heridas muy leves, pero el auto quedó completamente destruido.
El viejo se agarró la cabeza, pasó las manos por su rostro, miró con espanto la escena, confuso, desmoralizado. No podía creer lo que estaba viendo, el viejo Falcon que lo acompañaba hacía más de cuarenta años; al que cuidaba como si fuera, y en efecto era, su posesión mas amada, se había convertido en un pedazo de chatarra.
El oficial continuaba hablándole, pero él no le prestaba atención, estaba completamente absorto; no podía tener tanta mala suerte, reflexionaba para sus adentros. Lo mirara por donde lo mirara, el auto ya no tendría arreglo. Sin embargo, a pesar del grave daño, no era difícil para alguien entendido, reconocer que se trataba de un modelo con una trayectoria muy larga.
A su alrededor, y en medio del alboroto, se agolpaba la gente para presenciar lo ocurrido. Le costó salir de ese estado de conmoción, y a juzgar por su edad, había quienes temían que aquel disgusto fuera a provocarle una disfunción cardíaca, o algo por el estilo, en caso que fuera propenso a ello. Le preguntaban si se sentía bien, y como él no les contestaba, intentando por cualquier medio colaborar, le ofrecían palabras de consuelo, ignorando si a él le importaba o no lo que decían.
Ya más tranquilo, al cabo de un rato, retomó la conversación con el oficial que se ocupaba de ponerlo al corriente de los procedimientos; seguramente tendría que tomar su declaración, verificar los hechos, encontrar testigos de lo ocurrido, y demás formalidades que se aplican en estos casos.

-¿Quién se va a hacer cargo de los daños? ¿Tiene alguna idea de lo que este auto es para mí? Es un modelo de colección. ¡Mírelo... esta destrozado! 

-Entiendo hombre, cálmese. Afortunadamente no ocurrió ninguna desgracia. Agradezca que usted no estaba dentro del auto cuando pasó, y que nadie salió herido de gravedad.

El anciano sabía que el hombre tenía razón, pero lo cierto es que para él, ese día había muerto algo, se sentía como si hubiera perdido a un ser querido. Aunque para los demás hubiera sido difícil de comprender, ese auto, de alguna manera, era una parte de él. Quizás el único testigo en pie que le recordaba quien era, y lo que había hecho a lo largo de los años.
Ahora se sentía viejo, más cansado. Estuvo allí hasta que una grúa se llevó lo que quedaba del auto, y el tráfico volvió a reanudarse como si nada hubiera pasado. Se olvidó, esa tarde no volvió al bar a pagar los cafés que había tomado, tampoco nadie se lo reclamó. Se fue a su casa caminando despacio, pero se desvió un par de cuadras hasta llegar al cementerio. Sentía que había perdido un pedazo de su vida, se recostó sobre la hierba junto a la tumba de su esposa, y mientras recordaba se quedó dormido. A la mañana siguiente los guardias lo encontraron debilitado y lo llevaron a un hospital, permaneció internado un par de días; trataron de contactar a algún familiar o amigo, pero no encontraron a nadie.
En el presente, el anciano todavía vive. Se lo sigue viendo de vez en cuando, pero con certeza se sabe muy poco acerca de su vida.

viernes, 18 de febrero de 2011

EL OGRO

El hombre en cuestión estaba dotado de una personalidad particularmente insociable. Se había ganado el apodo de ‘Ogro’ entre sus allegados y su fama se había extendido de tal manera que era conocido por ese nombre a unos 120 kilómetros a la redonda.

Su casa, copia fiel de si mismo, casi inaccesible, construida en lo alto de una colina, apenas podía distinguirse escondida detrás de unos viejos álamos. Desde ahí bajaba todas las mañanas para abrir el negocio que había comenzado con sus abuelos, y del cual ya hacía muchos años se había hecho cargo. Pasaba ahí casi todo el día, se ocupaba de adquirir y vender toda clase de menesteres propios de una ferretería, y naturalmente de atender a la gente. Lo que más detestaba de su trabajo era tener que interactuar directamente con el público: atender inquietudes, responder y formular las mismas y eternas preguntas sin cesar.

-   ‘Sí... ¿Qué desea? ¿cuántos…? ¿algo más?...’

Sabía que la gente no tenía la culpa, pero estaba harto de su trabajo. Llevaba demasiado tiempo haciendo algo monótono, y ese inconformismo acentuó con el correr de los años un marcado perfil de huraño. Cada vez que una persona ingresaba al negocio, sonaba la campanilla que tenía suspendida en la puerta; detrás de las cortinas se asomaba con paso lento y pesado, emitiendo quejidos, refunfuñando por lo bajo. Los niños se asustaban, y su apodo era motivo de chiste entre los jóvenes o excusa para hacer que los más pequeños obedecieran a sus padres. En general, los vecinos que llevaban mucho tiempo en el pueblo se habían acostumbrado a su actitud y reparaban muy poco en sus gestos de fastidio. Otros, sin embargo, hallaban este comportamiento irritante, y habían optado por dejar de concurrir a su negocio. Inclusive un grupo de monjas carismáticas que padeciera su mal carácter, se propuso en una oportunidad hablar con él con la esperanza de hacerlo entrar en razones para ser más cordial con la gente; no tuvieron éxito, y al igual que otros comprendieron que no tenía caso continuar insistiendo. Más allá de algún que otro cliente disgustado, nadie se atrevería a negar que poseía el negocio más completo de su tipo y no tenia competencia sino a varios kilómetros. Por eso tarde o temprano todos terminaban pasando por ahí, e inevitablemente se encontraban con él.

En lo que concierne a este hombre, por encima de lo que asumiera la gente, tenía un ingenio genuino y un interés muy marcado; adoraba las maquinas, desarmaba cuanta cosa encontraba hasta comprender su funcionamiento. Solitario, recluido en su negocio, había montado un extenso taller donde trabajaba diariamente mientras atendía a los clientes. Si bien muchas veces se había planteado vender la ferretería, o contratar alguna  persona que lo ayudara con eso, acostumbrado a ser autosuficiente, se rehusó a permitir que un extraño se entrometiera en sus asuntos; y como de todas maneras necesitaba dinero para dar rienda suelta a sus ideas, nunca se decidió a cambiar de oficio. Tenía empapeladas las paredes con diferentes bosquejos de lo que llevaba diseñando en soledad hacía años. Tanto en su casa como en su taller tenía acumulados infinidad de artículos que había inventado, desconocidos para los demás; que a duras penas conseguían que él les dijera ‘buen día’, o profiriera algún ‘hasta luego’ cuando se iban. Nadie conocía este aspecto de su vida. El mismo tenía sus logros por menos, en todo caso les otorgaba algún valor según aportaran algo o fueran una pieza importante del rompecabezas que tenía en su mente y que lentamente iba configurando en la practica cotidiana.

Un día lamentable, el hombre cayó de una escalera por accidente, mientras al parecer, cambiaba una lámpara de luz; con tanta desdicha que cayó sobre unas vigas de acero y se fracturó la columna. Estuvo malherido durante horas hasta que un vecino curioso sospechó que algo extrañó ocurría porque no era normal que el negocio estuviera abierto de noche. Al entrar lo encontró tendido en el suelo, inconsciente. Con la ayuda de otros vecinos lo llevaron de urgencia al medico, pero cuando fue atendido su estado de salud ya era muy grave. Permaneció cuatro días con su vida pendiendo de un hilo y finalmente murió de un paro respiratorio. Ante la catástrofe, el pueblo guardó luto y la ferretería permaneció cerrada. El Ogro no había dejado ningún familiar, sencillamente vivía solo y poco se conocía acerca de su vida personal.

Una mañana, la gente que pasaba por la calle se detuvo frente al negocio al ver que sus puertas estaban abiertas como cuando su antiguo dueño vivía, confundidos y expectantes se quedaron para ver quien estaba dentro. En seguida, se asomó un joven de traje gris con una sonrisa despampanante y les dio la bienvenida calidamente. La gente enmudeció, esperando que el joven les explicara quien era y que hacía ahí. Al cabo de unos segundos éste se autoproclamó pariente de unos parientes, y pues… al fin y al cabo, único heredero de las posesiones del Ogro. La gente murmuró entre si, y algunos miraron al muchacho con desconfianza dando lugar a una nueva controversia, pero todo quedo así, nadie se atrevió a decir nada.

Poco tiempo después, el joven tuvo mucho éxito con la ferretería de su pariente, a los pocos meses pudo contratar a varios empleados, y patentó bajo su nombre algunos de los inventos del Ogro. Por supuesto, nadie sospechó nada.

Hoy, el muchacho aquel es orgullo del pueblo y ciudadano honorable, un ejemplo para los más jóvenes. Sus inventos se cotizan bien en el mercado, han tenido una amplia gama de aplicaciones, y gozan del respaldo y el reconocimiento de distintas instituciones y grupos humanos.

La tumba del Ogro permanece solitaria, descuidada, separada de las demás, y aún se pueden leer las letras pequeñas de su epitafio:

Siempre permanecerás en nuestra memoria, 1913-1968

Puede ser que aún alguien vagamente lo recuerde, aunque no precisamente por quién fue, ni por sus invenciones; sino por su mal carácter. Ojala el tiempo arroje más claridad y la historia se encargue de dilucidar como fueron en verdad las cosas.

ESTRUENDO


 No consigo explicar lo que sucedió anoche. Me despertó un sonido muy fuerte a eso de la 1. 30 de la madrugada. Me levanté de la cama confundida, sin saber si se trataba de un sueño o había ocurrido algo en la realidad. Al abrir la puerta de mi habitación, vi a mi hermano salir también de la suya con un gesto de preocupación. Le pregunté si había escuchado lo mismo que yo. Respondió que si, me dijo que estaba leyendo cuando escuchó un ruido descomunal en el techo, casi encima de él. Dijo que los vidrios y las cortinas de su ventana vibraron con el sonido; como si hubieran arrojado, según sus palabras,  un piano encima del techo. Inquietos, y hablando en voz baja, caminamos discretamente hacia la cocina por donde se accedía al patio interno, contiguo a la parte de la casa dónde se había escuchado el ruido.

 Mi hermano encendió la luz, y abrió la puerta con mucho cuidado, miró hacia arriba, y hacia los costados. Yo estaba detrás, casi pegada a su espalda, mirando sobre sus hombros. El foco que estaba encima de nuestras cabezas nos iluminaba en el rostro y no nos dejaba ver hacia arriba con claridad. Mi hermano hacía sombra con una mano sobre su frente y dando unos tímidos pasos hacia delante observaba a su alrededor buscando alguna anormalidad. Casi no nos separamos de la puerta, mi hermano manifestó el temor de que alguna persona estuviera todavía encima del techo, y pudiera reaccionar de forma violenta al ser descubierto. Yo que no estaba segura de lo que me despertó, propuse que si el sonido había sido tan importante como él decía, difícilmente podría ser producido por una persona. Más bien, mi imaginación me llevó a formular la posibilidad de que un meteorito hubiera impactado sobre nuestra casa, lo que de corroborarse  nos pondría frente a un hallazgo extraordinario. Pero tras dialogar al respecto, mi hermano me convenció de que sería una locura arriesgarnos a subir al techo en la oscuridad sin descartar primero que se tratara de un ladrón; de manera que haciendo a un lado nuestra curiosidad por la ciencia, cerramos todas las puertas con llave, y cada quien regresó a lo suyo. Sin embargo, yo me acosté pensando que lo primero que haría al levantarme sería subir al techo para recoger la evidencia. Estaba segura de que si algo había impactado sobre nuestra casa, yo sería la primera en verlo.

A las 9 de la mañana, con un día precioso por delante, subí al techo movida por el deseo y la emoción de encontrar alguna pieza que se hubiera desprendido de algún satélite o hallar los restos de un meteorito. Al recorrer el techo no encontré nada fuera de lo habitual. Según el alegato de mi hermano el sonido provino de un lugar determinado, así que revisé ese sector con mayor detenimiento. Pero siendo yo una persona sin experiencia en esos temas, encontrar una explicación satisfactoria se volvió para mí una tarea sumamente compleja. ¿Fue una persona? Imposible pensé, para que una persona pudiera producir semejante ruido, tendría que haber saltado desde una altura superior y tener un peso considerable. ¿Fue producto de pirotecnia? ¿por qué no encontré restos de pólvora entonces? ¿Pude acaso pasar torpemente por alto las evidencias? ¿Y si fuera un evento de origen cósmico? Me enfadó no haber subido enseguida de producirse el incidente, a lo mejor entonces hubiera encontrado algún material quemándose, o vaya uno a saber qué, por lo menos algún indicio reciente de cambio en el techo que pudiera reconocer. ¿Qué pudo pasar? ¿Un  rayo quizás?

Mi hermano que más tarde subió al techo, pese a no haber conseguido pruebas de ello defiende con fervor la hipótesis de que una persona estuvo trepando uno de los muros, se cayó sobre nuestro techo y se dio un fuerte porrazo. En lo personal, yo a escasas 12 horas del suceso estoy más inclinada a suponer que se trató de una descarga eléctrica atraída por el pararrayos, o algún fenómeno de la naturaleza. Me pregunto si estas paredes hablaran ¿me contarían que sucedió? Es un misterio. Mi hermano no concibe la idea de que algo tan extraordinario pudiera suceder, yo si ¿por qué no? Es fácil suponer lo primero, pero demostrar lo contrario, qué pudo ser otra la causa, no lo es tanto. Por lo pronto yo he vuelto a desempolvar los viejos libros de física y mi hermano esta cambiando las cerraduras, y tratando de hacer la casa más segura contra ladrones. Me parece bien que tome precauciones, pero sinceramente creo que anoche pasó algo más, y debemos seguir investigando. De todas maneras, cada uno aferrado a sus inclinaciones intentará justificar lo que no entiende, con lo que sabe o se adapta mejor a sus creencias o modo de razonar ¿alcanzará eso para explicar lo que de verdad sucedió?

CIUDADES DE NAIPES


En sus sueños, visitaba lugares donde hombrecitos invisibles trabajaban arduamente valiéndose sólo de naipes para construir ciudades gigantes. Cada naipe duplicaba la estatura promedio de estos hombrecitos; se los escuchaba tararear melodías en otro idioma y se los veía transportar escaleras, mejor dicho, se podía ver una escalera en el aire desplazándose de un lugar hacia otro mientras unos pies diminutos dejaban sus huellas en la arena. Levantaban muros altos y modelaban como artesanos cada pieza. A veces, una ráfaga de aire echaba por tierra su labor, pero volvían a comenzar y con mayor ahínco se aseguraban de terminar bien el trabajo. Estos hombrecitos que trabajaban sin cesar eran para Cecilia todo un misterio.

Cecilia era una niña de mediana edad que en comparación con otros, tenía una vida poco singular. Sin embargo, su imaginación la trasportaba a lugares inaccesibles para el común de los demás. Mas este sueño que se repetía noche tras noche, lejos de causar en ella fastidio, le procuraba gran entretenimiento y curiosidad. Se preguntaba si existiría un lugar en la galaxia donde hombrecitos invisibles trabajaran con firmeza construyendo ciudades con naipes. Lo cierto es que existían en sus sueños, de alguna forma los admiraba ya que mostraban a cada paso tener una gran fuerza de voluntad.

Cecilia pasaba muchas horas en el colegio, por momentos tantos conceptos nuevos la aturdían y se desanimaba pensando que no sería capaz de rendir bien los próximos exámenes. Daba vuelta las hojas del cuaderno, revisaba una que otra línea con desgano; le sacaba punta al lápiz; comía alguna golosina; y cuando estaba lejos de poder concentrarse se hundía en sus pensamientos y escapaba de la realidad. Cualquier lugar al que pudiera transportarla su imaginación era mejor que aterrizar en el  tedioso mundo estudiantil que abrazaba nuevos conocimientos y traía mayores responsabilidades.

En verdad pasaba mucho tiempo refugiándose en su imaginación para escapar de lo que la asustaba. Un día mientras esperaba se hiciera la hora de que sus padres la recogieran del colegio, como tantas otras veces se puso a pensar en los hombrecitos invisibles. Sacó de su bolso uno de los cuadernos y empezó a dibujarlos. Inmediatamente se encontró con un problema: no sabía como eran; así que se limitó a dibujar lo que ella veía en sus sueños. Montó grandes filas de naipes, diseño hermosos balcones y dibujó escaleras suspendidas en el aire. Coloreó su dibujo, y por más bonito que lo dejaba sentía que seguía incompleto. Luego de observarlo por un largo rato, y no estando conforme con el resultado, pensó que ya que no podía dibujar a los hombrecitos invisibles, sería mejor dibujarse a si misma. Se dibujó sonriendo, sujetando una escalera, dejando sus huellas en la arena que coloreó con amarrillo.

El resultado final le encantó, se identificó con los hombrecitos invisibles, sintió que podría construir grandes ciudades de naipes en sus sueños; y que en la vida real podría, si tenía buenas razones, encontrar la voluntad para sobrepasar cualquier examen si se preparaba y con ahínco perseveraba para lograrlo. Era suya la elección y dependía sólo de ella tener la disposición para hacerlo.

VISIÓN


            Se dice que cierto tiempo atrás en un pueblo olvidado donde sus habitantes se dedicaban a actividades agropecuarias recibieron un día a una empresa que se instaló en el centro y empezó a ofrecer anteojos a precios accesibles o financiados en cómodas cuotas. Su eslogan: un pueblo que ve, sabe a dónde va,  se hizo famoso, y como sus letreros estaban dispersos por todas partes, no había nadie que no supiera de ellos. En el seno de las familias, se hablaba de los recién llegados con curiosidad, y algunas personas seducidas por el eslogan se dirigieron a la empresa para averiguar que ofrecían.

            Quienes concurrían, recibían la primera vez un examen gratuito de sus ojos. Para sorpresa de la gente se les diagnosticaba en mayor o menor medida algún problema de visión, lo que causaba inquietud en muchas de ellos que temían ver agravada su salud y perjudicado su desempeño laboral. La empresa les recomendaba usar anteojos, les mostraba diseños atractivos y les ofrecía además posibilidades de pagarlos conforme a su bolsillo. La gente salía feliz, y ante las preguntas que surgían por parte de sus conocidos al verlos usando esas armazones sobre su rostro, éstos recomendaban los anteojos con esmero, y defendían su uso porque consideraban -o les habían dicho- que beneficiaban su calidad de vida.

            Con el correr de los días otros siguieron su ejemplo, su uso se popularizó en toda la población, grandes y niños, usaban las armazones de metal, y era visto como un hecho lamentable cuando algunas familias que los necesitaban, no podían adquirirlos. En esos casos la gente se solidarizaba para juntar el dinero y regalárselos. También la fábrica hacía descuentos magistrales, incluso en algunas ocasiones tuvo el extraordinario gesto de donar algunos pares de anteojos a aquellos que no podían costearlos, porque como ellos mismos sostenían, su deseo era: llevar el bienestar a tantas personas como pudieran alcanzar, nadie debía carecer de un bien tan imprescindible. Sí, definitivamente era un notable signo de progreso la llegada de la empresa al pueblo, nadie sensato podría afirmar lo contrario.

            Una vez, llegó un hombre que venía andando desde muy lejos, y se adentró para comprar algunos artículos y alimentos que requería para seguir su camino. No tardó en llamar su atención la cantidad de personas que llevaban anteojos, pero no fue sino hasta que se acercó a uno de ellos por casualidad y notó que sus armazones no tenían cristales. Eso le causó impresión, pero pensó que sería un evento aislado; quizás alguien que estaba loco o, aunque difícil de creer, cabía la posibilidad de que los acabara de perder y no se hubiera dado cuenta todavía. Pero minutos después, vio que era una práctica común, descartó sus dos hipótesis anteriores, y no siendo capaz de contener su incertidumbre y se acercó a un hombre y le preguntó por qué llevaba esa armazón sino tenía cristales. La pregunta que hizo, a su entender sumamente sencilla, no obtuvo una respuesta concreta. Con asombró interpeló a otros y nadie pudo contestarle. Aparentemente todos habían naturalizado su uso, y veían al extranjero como un ignorante, probablemente alguien que necesitaba urgente unos anteojos para ver mejor.

            Al cabo de un rato, no conforme el hombre con los resultados de su pesquisa se encaminó hacia la fábrica y corroboró con consternación lo que sucedía. Salió de ahí, y decidió dar a conocer a la gente el fraude del que habían sido victimas. Algunos lo escucharon, pero sus palabras resultaban incomodas y no faltó quien llamara al párroco -figura emblemática del pueblo, tenido por sabio- para tratar de poner cierto orden.

            El párroco, al ver al hombre, se figuró inmediatamente que no era del pueblo, y conforme no pudo convencerlo con sus palabras, y constatando que las ideas del extranjero se hallaban en boca de la gente, se preocupó. Convocó al pueblo para denunciar públicamente la incongruencia de los argumentos del recién llegado y la fatalidad de cuestionar el progreso. Las voces de la gente se encontraban divididas, pero no lo suficiente como para poner en tela de juicio algo que tenían ya arraigado en su forma de vida.

Cuando el párroco mandó llamar al extranjero para sugerirle que sería mejor para todos que se marchase, éste ya había decidido irse. Esa misma tarde partió con rumbo desconocido.

- Suerte tuve de salir integro… -pensó-. Para que una mentira sea tomada como verdadera, todo el conjunto debe creer que lo es. -y se alejó con desasosiego, dejando atrás a un pueblo sumido en el engaño.